La imagino sentada en la equina del sofá, mirando con esos ojos azules y pequeños pero con tantas historias que contar que callan porque no merece la pena evocar el pasado. Su figura menuda, encorvada se quedaba quieta (ya en sus últimos días de lucidez) y nos miraba crecer.
Desde que tengo memoria siempre ha estado con nosotros, corriendo al teléfono cada vez que la otra parte de su vida la llamaba "madre" desde el otro lado y excusando sus continuos desplantes, dejándose llevar por el corazón partido de los abrazos que nunca le dio y siendo generosa con las palabras de cariño que todos sabíamos tenían el olor del dinero.
Un día se fue, como había estado siempre, callada y sin molestar. Su última noche estuvo extrañamente lúcida y sonriente, recuerdo su mano que me rozó la cara y me llamó por mi nombre después de tanto tiempo sin conocer a nadie y al final de una tarde, entre la primavera y el frío se apagó sin ruido.